Por AURORA GARCÍA
Teresa Gancedo abre ahora una nueva etapa que, probablemente, va a sorprender a muchos. Con respecto a la obra anterior, la narración se ha tornado más unitaria y fácilmente legible, en vez de continuar por la vía del trabajo con tendencia a la seriación y la escueta forma del mensaje basado en una selección de imágenes simbólicas que adquirían a menudo su fuerza mediante la reduplicación. Pero, si bien se mira, esta pintora no ha cambiado tanto, o, al menos, no ha variado en demasía la actitud de la artista y lo que ella quiere comunicar a través de cada cuadro. Más que de transformaciones sustanciales, profundas, habría que hablar de cambios formales, los cuales, naturalmente, entran de lleno en la evolución de todo creador.
Decimos que en el fondo no se han operado giros bruscos ni extraños en la trayectoria de la pintora porque ella sigue fiel a la representación de una serie de sujetos que conciernen directamente a la condición humana y, en especial, a los asuntos que conforman y afectan al hombre de una manera ineludible, como son aquellas tradiciones en que se ve envuelto desde su nacimiento, o bien el enigma del desenlace final, de la muerte, en cuya liturgia ha ahondado tanto en otros momentos Teresa Gancedo. La visión, ahora, se ha trasladado más hacia los temas y ritos de una religión en vida siempre estrechamente vinculada al fin, pero, en cualquier caso, la pasión de la pintora por lo que, sobrepasando el ámbito de la lógica, excede al dominio racional del conocimiento y supone a la vez aderezo y refugio a la dureza e interrogantes que plantea el existir, eso continúa manifestándose hasta el presente.
En efecto, Teresa Gancedo se detiene, por ejemplo, en determinados acontecimientos bíblicos, pero su traslación al óleo nada tiene que ver ni con el proselitismo ni con lo catecuménico. Tampoco existe la certeza de que ella crea en cuanto narra. Le basta con el atractivo y el misterio que emanan esas historias, historias que forman parte de una mentalidad colectiva y alimentan una larga tradición. Al mismo tiempo, está ante todo la libertad del artista, que abarca desde la elección de los temas —como en literatura, cualquier asunto puede ser, de por sí, válido— hasta la plasmación personal que permite incluso desviarse de toda interpretación ortodoxa. En este caso concreto lo que domina es la ambigüedad, el juego, la ironía. Quizá, en las obras actuales, estos ingredientes hayan desbancado el trasfondo conceptual más dramático de los trabajos de antes. Particularmente la ironía, porque el factor sorpresa y el lado ambiguo siempre han estado presentes en el conjunto de la obra.
Las mutaciones principales son, pues, de orden formal. Teresa Gancedo ha dejado a un lado la sintaxis sincopada y su conocido procedimiento de la acumulación ordenada de fragmentos, muchas veces reduplicativos, para llegar a una pintura de corte aparentemente más tradicional, aunque los elementos fantásticos y oníricos que la impregnan impidan que podamos hablar aquí de una intención realista. Tanto los paisajes como las figuras que pueblan los paisajes se presentan alejados de toda perspectiva real, pasados por un filtro donde la imaginación desempeña un papel primordial. Por las frecuentes dislocaciones e ingredientes inesperados que proceden de una aguda fantasía concretada en esos microcosmos que tratan de lo divino y humano, no podemos evitar el recuerdo del Bosco, salvando, eso sí, las enormes diferencias. Aparte de que nuestra artista se sirve de unos recursos iconográficos más simples que no parecen querer desviarse de una deliberada ingenuidad. Mientras la retórica del Bosco contiene ese alto grado de complejidad que permite una multitud de niveles de interpretación, Teresa Gancedo se sitúa en un terreno más familiar y menos propenso a lo discursivo, descargando parcialmente las imágenes de su acusado poder connotativo original e introduciéndolas en contextos escuetos y atípicos, a la vez distantes y próximos. En algunas ocasiones la composición se cierra en un círculo, cosa que, buscando la perfección esférica, a llevara a cabo también el Bosco en el reverso del Jardín de las Delicias.
No obstante, la postura contenida en los cuadros actuales dista notablemente de la nostalgia que destila, sin ir más lejos, la pintura italiana “colta”, y no hay anhelos de “revival” en estos trabajos. La cuestión es más sencilla: se reivindica la validez de asuntos en parte postergados y de técnicas imperecederas para ir más adelante y sacarles nuevas puntas. Teresa Gancedo se vuelca ahora plenamente en el óleo para dar vida a esos insólitos contrastes entre lo sabido y lo sorprendente, lo religioso y lo profano, lo viejo y lo nuevo, lo espontáneo y lo derivado de la reflexión, lo irónico y lo desprovisto de dobleces. Es en ese estrato resbaladizo y ambiguo donde la pintora da la impresión de sentirse a gusto.
Su línea, ese camino escogido, no resulta, por otro lado, totalmente ajena a la de otros muchos creadores contemporáneos. Pienso, una vez más con acusadas distancias, en el universo de arranque metafísico y de profundas raíces tradicionales de Paladino, quien, sin embargo, le confiere una estructura y una dicción absolutamente propias, valiéndose de la materia y del color —también, en parte, de la iconografía, pero en segundo grado— para sobrepasar las reminiscencias de sobra conocidas y orientar la obra hacia otros horizontes inexplorados. Las figuras de Teresa Gancedo denotan un mayor abanico de referencias formales, quizá, por el momento, una cierta indefinición, apertura estilística, debido a que la artífice parece querer indagar simultáneamente en varios campos, pero esta etapa iniciada hace poco contiene grandes posibilidades que iremos viendo aflorar. A pesar de todo, dicha variedad de recursos no merma la unidad del conjunto, y la prueba fundamental está en el hilo ininterrumpido que mantienen esos singulares paisajes trabajados hasta con las manos, donde la materia se manifiesta en su riqueza y ductilidad y la paleta se inclina, dentro de las mezclas, por las gamas algo foscas. Es la lección, siempre arriesgada y ahí está el mérito, de una pintora con una valida experiencia en la plástica española actual.
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* Aurora García es crítica de arte y comisaria independiente.
(El texto original no lleva título. Sin fecha datada)