* TERESA GANCEDO/CRÍTICAS

«Para leer en lo eterno». Un texto de Antonio Colinas (1990)

El poeta Antonio Colinas. La fotografía está tomada de astorgaredaccion.com

El poeta Antonio Colinas. La fotografía está tomada de astorgaredaccion.com

Se reproduce aquí un texto del poeta Antonio Colinas sobre la pintura de Teresa Gancedo. El artículo está fechado en Ibiza, en diciembre de 1990.

Por ANTONIO COLINAS

Es una fría mañana de invierno, casi inexplicable en esta tierra de luces blancas y fogosas. Estoy solo en la sala de enorme bóveda del Museo de Arte Contemporáneo de Ibiza. A mi lado, un cuadro de Teresa Gancedo. No es uno de sus últimos cuadros, pero ya en él se reconocen los signos que ahora han madurado en su pintura. Es ya un excelente cuadro para leer en lo eterno. Fuera hace frío y aquí estoy bajo esta enorme bóveda de cañón como dentro de un útero de piedra. La piedra y la soledad me llevan al escalofrío, pero en ese cuadro de Teresa Gancedo, colgado del áspero muro blanco, reencuentro caminos, señales, mundos, para volver a dialogar con la totalidad. En este cuadro hay rasgos, transparencias, leves colores, veladuras que difuminan grandes temas, grandes aspiraciones.

Estoy hablando de un solo cuadro de Teresa, pero es como si hablara de todos ellos, de una pintura tan personal y templada. El mundo está en sus cuadros como deshecho y, a la vez, hay en ellos esa coherencia que toda razón aporta. Es una pintura llena de connotaciones sensibles, conmovedoras, trascendentales, poéticas, mas no falta en ella la reflexión. Es una pintura que, además de sentir, nos hace pensar. ¿Sucede lo mismo con todo mensaje de raíz religiosa? Pesa mucho en la obra de Teresa Gancedo la atmósfera paleocristiana y la mansedumbre franciscana. ¿De dónde proviene esa simplicidad evangélica, apocalíptica en algunos casos, angélica en otros?

¿Acaso de raíces infantiles? ¿De la memoria en nuestra tierra de León, que se desvela —como en nuestros escritores— a través de un aprendizaje primero, hondísimo? ¿Compuso Teresa sus primeros sueños contemplando el almagre de las arcadas medievales? No he tenido por menos que recordar —al repasar ahora los cuadros de esta pintora leonesa— una pintura recientemente hallada tras el retablo de la iglesia del Salvador, en La Bañeza; una pintura del primer románico, valiosísima dentro del marco de nuestro ámbito cultural, que Teresa aún no puede conocer. Y, sin embargo, ¿de dónde nace esa comunicación, esa identificación de símbolos en el tiempo, tantos siglos después? Una vez más valoramos la fértil idea del inconsciente colectivo. Todo pasa y todo queda. Y hay un sutilísimo hilo que en el tiempo une el corazón de los humanos, sus aspiraciones.

Cambia el mundo y se transforma —creemos nosotros que se transforma— pero, en lo esencial, siempre es el mismo. Y son siempre los mismos los seres humanos, que leen en cielos, en ruinas, en campos. Teresa no cesa de leer en ellos para apresar su eternidad: en plantas, en pájaros, en animales humildes, en tierras espesas, en luces pastosas. Vírgenes, ángeles, rostros bíblicos o cristianos fundidos con lo pagano para expresar la dualidad inevitable. ¿Escenas recién salidas de un purgatorio o acaso de un infierno dantesco? ¿Quizá de un espacio celeste? No confirmaría yo esta última posibilidad. Puede más la vida en los cuadros de Teresa, el instante tenso, de espera. Hay demasiada materia y experiencia en esta pintura.

Y contemplando aquí, en el Museo de Arte Contemporáneo de Ibiza, el rostro velado de un Cristo humanísimo, pienso en otras obras no menos decisivas, como en aquellos dos cuadros de 1978 —toda una cosmogonía— en los que Teresa fija el duro transcurso del tiempo. Una madre y un hijo contemplan en ellos —en dos tiempos, entre asombrados y espantados— la plena naturaleza, que luego se desvanece, deshace, corrompe y fosiliza. La primera de las escenas está bañada como en una gran piedad, en un hondo humanismo. Todo es materia que se transforma, y frente a ese cambio tiembla, fugaz, la sangre humana. Todo es materia y, en ella, algunos símbolos gracias a los cuales aún subsistimos, creemos y creamos, amamos y soñamos.

Todo es muerte, nos repite la razón cada día, cuando el corazón dice lo contrario, e indaga en cielos contaminados, oscuros, abrasados, para buscar su centro, aquel espacio primero de la armonía primera. Ángeles flotan arriba para salvar la esperanza. A veces, todo es monte yermo en la vida, pero ¿qué decir cuando en ese monte se alza el símbolo, casi borroso, de una crucecita? ¿Qué pensar de la esfinge con aura en un paisaje en el que todo asciende? El hallazgo de la artista radica no solo en no ignorar la experiencia pasada sino en fundirla con la experiencia presente. Por eso, Teresa Gancedo es, ante todo, una pintora de nuestro tiempo. Y, en este sentido, no caben paralelismos. En los cuadros últimos, Teresa ha vaciado los símbolos que tanto ama. Ahora, éstos solo son círculos, estrías, cadenas de fugitivas luminarias, laberintos, desiertos, microcosmos. La pintura de Teresa está en el límite y ahí es donde se nos ofrecen las lecciones más decisivas.

Teresa Gancedo en León. Ella vuelve ahora a nuestra tierra. Solo aquí cerrará su obra el círculo y adquirirá una máxima tensión, una enseñanza máxima. Luego, en la luz mediterránea volverá a abrir nuevos círculos, nuevas indagaciones. Gracias al don y al milagro del Arte, la pintora devuelve el signo al signo, la memoria lírica a la tierra propia, a la fuente de donde los frutos de esa memoria brotaron. Que no cese esta comunicación de Teresa Gancedo con la fuente de donde todo mana. Que no cese el manantial de su inspiración.

Ibiza, diciembre de 1990

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