Por JAVIER HERNANDO CARRASCO
(Texto para el catálogo de la exposición “Nostalgias”, de Teresa Gancedo.
Junta de Castilla y León. 2000)
Gustave Moreau, uno de los paladines del Simbolismo pictórico de finales de siglo XIX, afirmaba: “Yo solo creo en lo que no veo”. Al igual que para el resto de sus compañeros de generación, la construcción de su discurso pictórico se gestaba por tanto en el territorio del imaginario personal que es tanto como decir del inconsciente. Allí se hacinan los deseos junto a los recuerdos, las soledades y las incertidumbres, el pasado y en cierto modo el devenir intuido. Para los simbolistas el conocimiento era interior y tal como refiere el término que les identifica, el símbolo su vehículo de expresión. Porque es en las profundidades del sujeto, más allá de las apariencias externas, donde se fraguan sus actitudes y sentimientos frente a la realidad de la época: en el caso de los simbolistas su actitud estaba presidida por el rechazo a su tiempo, tal como pone en evidencia el relato de Joris-Karl Huysmans, À Rebours (A contrapelo), publicado en 1884 y que constituye un verdadero manifiesto de la generación simbolista. La pintura se convierte para estos creadores en refugio: un espacio de fuga donde se levantan nuevos paraísos mediante el reciclaje de determinados emblemas iconográficos de la cultura occidental.
Si aludo al movimiento simbolista, incrustado en el tránsito del siglo XIX al XX, no es sino porque hallo en el trabajo de Teresa Gancedo notables relaciones con el mismo. Podría comenzar por aplicar a su obra aquel mismo adjetivo, ya que en efecto el símbolo, encarnado en la iconografía religiosa cristiana, constituye el eje de articulación de su discurso plástico. En segundo término, también sus escenarios, sus ambientes, remiten a un territorio de cierto aire nostálgico, alejado de la cotidianeidad palpable. Finalmente hay en estas pinturas una verdadera delectación con los valores formales, incluso decorativos en las obras más recientes, algo a lo que tampoco fueron ajenos los simbolistas.
La memoria registra con desigual grado de intensidad y precisión el acontecer vital. Aunque nuestro consciente solo mantiene viva una pequeña parte de aquél —probablemente lo referido a las vivencias que en razón de las circunstancias psíquicas del momento en que sucedieron tuvieron una incidencia profunda en nuestra sensibilidad— el inconsciente atesora una ingente cantidad de información. Determinados periodos de la existencia marcan al sujeto de forma indeleble; cuando su contenido es negativo aquél puede vivirlo como un auténtico lastre del que no puede desprenderse. Por el contrario su efecto pudo ser dulce y en tal caso su recuerdo siempre será agradable: volver una y otra vez al pasado puede así convertirse en un ejercicio de gratificante nostalgia, en una fuente de inspiración inacabable cuando el protagonista es un creador. Yo creo que Teresa Gancedo, como los simbolistas, ha convertido la memoria en su argumento plástico. La memoria nos permite evocar las circunstancias del pasado, rescatar los recuerdos. Los de Teresa Gancedo están asociados a su infancia vivida en un hábitat rural, un periodo de su vida grato, tal como ella misma ha repetido. El mundo rural de la España de postguerra era aún un lugar incontaminado que guardaba intactos los hábitos económicos, sociales y culturales. La cultura popular tenía ese aroma de sincera ingenuidad que se reflejaba por ejemplo en la expresión colectiva de su religiosidad, en la escenografía de sus ceremoniales o en la ejecución de sus imágenes. No es extraño por ello que la autora identifique su amanecer vital con aquella iconografía que literalmente inundaba con su presencia la cotidianeidad de una sociedad todavía no laicizada. Las iglesias y los exvotos, los cementerios con sus nichos repletos de fetiches dispuestos con voluntad estética representan bien el sentir de aquella saciedad. Para una niña este despliegue objetual no podía ser percibido sino como un juego.
El huracán de la modernidad ha desterrado de nuestra civilización las elevadísimas dosis de penuria que siempre le habían acompañado. Las condiciones de vida se han suavizado hasta extremos que nadie hubiera podido imaginar hace solo unas décadas. Sin embargo estos innegables beneficios han venido acompañados de numerosos desajustes, muchos como es sabido de orden externo —el deterioro ambiental sería paradigmático a este respecto— y otros, no menos preocupantes, que han afectado a la condición misma del sujeto: ensimismamiento, incomunicabilidad crecientes. En cierto sentido este impulso transformador sufrido por la cultura occidental en el último cuarto de siglo ha generado en muchas personas sentimientos de pérdida, algo semejante a lo que les sucediera hace un siglo a los citados simbolistas, herederos al fin y al cabo de los románticos que ya habían atisbado en la primera mitad del siglo ciertos efectos perversos del desarrollo. Rescatar ciertos símbolos del pasado para componer un universo particular, tal como hace Teresa Gancedo, no es solo una actitud estética sino también una postura vital que significa en primer lugar una crítica del presente, de la misma manera que siempre lo han sido las alternativas utópicas. Pero, a diferencia de estas últimas que comportan en segundo término la proposición de un modelo alternativo, aquí el ámbito creado no pretende sobrepasar el nivel de la elocuencia poética.
Las composiciones de esta artista han sido siempre de un hondo intimismo, una condición incrementada si cabe en los últimos años en la que parece decantarse hacia el lado del objeto. Estructuras de pequeño formato tratadas como collages en los que se conjugan diversos elementos y materiales en torno a un icono central: una figura humana, un ángel, un animal… le sirven para sugerir imágenes de apariciones, altares u ofrendas, por señalar algunas. En cierto modo estos pequeños contenedores —a veces el propio marco adquiere un desarrollo notable para otorgar protección, para aislar literalmente su interior— no constituyen sino la fracción de un conjunto más amplio, ya que la fragmentación es una de las estrategias compositivas permanentes de la artista. Así con notable frecuencia el espacio pictórico se convierte en un damero que contiene las correspondientes secuencias distribuidas de manera ordenada; relatos que rememoran los de los retablos medievales. Sin embargo en su obra reciente la secuenciación del relato, o sea, su avance narrativo, ha sido sustituido por la repetición de un elemento que soporta sutiles alteraciones en su avance. El cambio es el resultado más de un viraje formal que de una transformación temática. En efecto, la abierta expresividad de la pintura, la densidad cromático-lumínica sobre la que surgían como apariciones los seres simbólicos, la expansibilidad del espacio plástico, característicos de las obras de hace solo unos años, han dado paso a la sistematicidad lineal en la construcción tanto de los fondos como de las figuras, a la contención expresiva, a las simetrías, a la limitación espacial. Los paisajes soñados, a veces próximos a los ámbitos virgilianos, otras a los infernales, se han metamorfoseado en espacios genéricos, de ubicación indeterminada, definidos como paneles ornamentales. Las tramas geométricas pueden adoptar directamente las formas de la decoración islámica, como en Altar de exvotos, en Cartas y recuerdos o en la serie Mosaico. Sobre su superficie se distribuyen animales y objetos, símbolos recodificados por la artista.
Aunque sin duda la naturaleza de los significados de su pintura es de orden religioso, tal como confirma la práctica totalidad de los símbolos empleados, así como las alusiones bíblicas de sus obras: Creación, Sexto día, Caída, Paraíso, Ángeles y serpientes, Ofrenda, Altar de exvotos… creo que su lectura es más abierta. En primer lugar porque la recurrencia a dicha iconografía no puede desligarse de la memoria, con las implicaciones señaladas: infancia e identificación con la cultura popular. En segundo término y como consecuencia de lo anterior, el alcance del universo descrito apunta hacia la descripción de estados mentales, más que hacia la reconstrucción de hipotéticas narraciones tradicionales. Finalmente la presencia de referencias formales procedentes de culturas ajenas al cristianismo conforman un eclecticismo ajeno al orden estrictamente religioso. La figura silueteada en el interior de la mandorla colocada sobre el centro mismo de las tramas geométricas (Cartas y recuerdos, Estampa II) o el lagarto correteando sobre el piso estrellado de Mosaico I, parecen mostrar, con su evidencia simbólica, su artificiosidad, su silencio y su orden, la certeza de un entramado mental que cuenta con la complicidad de la memoria: una memoria que en su permanente presencia ha terminado por anular la distancia temporal. Es un tiempo silenciado el que exhalan estas pinturas, paralizado en cierto modo, como el que acoge a los entramados geométricos empleados. No recala en un trayecto histórico concreto sino como en muchos de nuestros sueños, como en muchas de las pinturas de Puvis de Chavannes, el tiempo parece suspendido. Brotan los acontecimientos en ese atractivo espacio, refulgen los símbolos en la intensidad de su pureza, despliegan su aura. Mosaicos, collages que desmienten dicha condición en la transparencia de su despliegue, en la armonía de su ritmo. Fragmentos de la memoria, de la nostalgia sedimentada en la ausencia del lugar, altares de la melancolía, de la utopía poética. Relatos serenos, a veces ligeramente turbadores, pero sobre todo relatos que se ubican en el marco de la memoria incontaminada, en la evocación permanente de otro tiempo, en la negativa a aceptar la desestructuración social del presente.
La imaginación de la artista levanta un territorio nostálgico repleto de símbolos que han llegado a convertirse, dada su persistencia, en verdaderos ideogramas personales. Los animales y personajes bíblicos que recorren sus paisajes, la naturaleza historicista de algunos elementos compositivos, no contribuyen sin embargo a situar esta obra en el ámbito del revival; porque el aroma ambiental que respiran sus espacios es atemporal, pero también porque hay una sutilísima ironía bajo la inicial apariencia mística. Permanece siempre un tono de aflicción que refleja el sentimiento sin duda pesaroso de la artista sobre nuestro presente. Y es que si otro momento no demasiado lejano —los años centrales de la España franquista— fue definido como “tiempo de silencio” por el brillante narrador Luis Martín Santos, quizás éste en el que nos hallamos sea, y para Teresa Gancedo lo es, un tiempo de nostalgia.